DE JAMELGOS, CORCELES, CABALLOS DE PALO Y OTROS
Leopoldo Martin Ramos
Me encontré con lo del “jamelgo”, leyendo las historias del viejo de La Mancha … ( cuando usted sostiene muy convencido que el día viene siempre después de la noche, por oscura que ésta sea; con igual convencimiento puede asegurar sin temor a equivocarse : ) pero el caballo del carretero Manuel, era mucho más flaco que el del Viejo aquel … más desgarbado, y creo que también más hambriento… era frecuente que pasaran días en los cuales el saco con alimento que colgaba en el largo cogote del animal, no tuviera ni pasto ni pienso noble …
Las monedas que Manuel conseguía en los viajes desde la feria a las casas de la pequeña ciudad, estaban destinadas a la merienda de una familia de cuatro seres – sin contarme yo -: el “Flaco” (así llamaba a su caballo), el perro…, su mujer y el carretero.
Manuel era un hombre bueno y sin ser evangélico, no bebía y tampoco fumaba… ¡ qué era bueno, el hombre! ¡ como si quisiera hacerse el tonto !, siempre aparentando no darse cuenta de nada …
Tengo varias historias que pudiera contar del hombre, pero el tema del caballo de Manuel me viene a cuento ahora que la navidad está cerca… por que, de alguna forma, ésta es una historia que tiene más de alguna relación con ella… habla de estrellas, del nacimiento del primer hijo de la pareja, de un caballo de palo y de otras cosas extraordinarias… ( claro que esta historia es para gente sencilla, simple, no exigente … los exquisitos, los snob no tienen que gastar tiempo en leer estos cuadernos de recuerdos … pueden desecharlos sin miramiento alguno ).
Fue hace años; en los tiempos que a la ciudad la llamaban “ la de la siesta provinciana ”. Había un viejo sacristán Franciscano, gordiflón y bueno para los chascarrillos matutinos, con los cuales lograba salpimentar los desayunos después de la misa de ocho. Yo acudía con frecuencia, cada domingo, porque era la forma de tomar una taza grande de leche y comer unas galletas, duras como esa vara larga y delgada con la cual “el mocho” – le decían así, a escondidas, para no enojarle – , corregía las desviaciones de los niños y mozalbetes ( yo estaba entre los primeros y, en razón de mi pierna inválida, lograba salvarme de la varilla de membrillo; el madero que arrancaba fuertes dolores en las canillas … )
Era bueno el sacristán. Pero, todavía, con muchas canas en mi cabellera, no logro perdonarle su jerigonza sobre “ aceptar como sea, porque es disposición del Señor y no puede discutirse …, aceptar como sea … la pobreza ” … “ y si para las Navidades no hay comida ni juguetes no hay que llorar ni lamentarse… y si otros tienen más que tú, bien ganado te lo tienes por no hacerle caso al Señor en sus decires …”
Yo me pasé más de una Navidad, jugando con mi caballo de palo… que era una pequeña pieza de madera, cilíndrica, que
usaba como muleta para sujetar mi “patamala”… ni cabeza de caballo tenía, ( ¡ yo envidiaba el caballo de palo del hijo del almacenero … ! ) yo imaginaba la cabeza de mi caballo, y me parecía hermosa, en ese entonces: ¡ era un percherón blanco ! ( bueno, así lo veía yo en los juegos de mis correrías en un caballo de madera… ) y no como el “Flaco”, el raquítico caballo de Manuel, el cual tenía otro nombre del que yo no me acuerdo ahora …
Pero nunca olvidaré la noche de la Navidad, de ese año. En ese instante más dramático de mi vida de niño, que frisaba los siete años… Mi madre se había ido un par de años antes y no conocí al hombre que me engendró… a su muerte, quedó una suerte de choza (digo suerte, por que era una circunstancia favorable la existencia de algunas maderas como paredes y unos cartones como techo) donde continué viviendo…
La Corina, una mujer de campo, había formado pareja con Manuel … ambos eran gente de unos buenos años … bien, me acogieron como su hijo, porque en ese tiempo no tenían hijos propios… el primero nació para las Navidades que relato … bueno, y compartíamos todo: vivienda, alimentos cuando los había, y las conversaciones que antes de dormir suelen enhebrarse entre quienes no tienen otra cosa que hacer en las tardes oscuras, apenas alumbradas por una pequeña lámpara a carburo…
Embarazada como estaba, la Corina no dejaba de hacer el lavado de ropa ajena y las cosas de la casa, pese a una barriga inmensa que la acompañaba …
Ella, soportando dolores fuertes sin alardes ni aspavientos … Manuel sin mucho que aportar … el “ Flaco ”, con ninguna flatulencia que recordara meriendas cercanas… el perro dormitando, a falta de humanos a quién ladrar… y yo, cansado luego de cabalgar en mi caballo de palo…acostado en mi jergón maloliente y viejo… haciendo mi sueño más pesado…
Desperté sobresaltado… sentí ruidos y voces que procuraban hablar en sordina, sin lograr conseguirlo… me levanté silenciosamente y me puse en cuclillas, como pude, para ver una forma de ceremonia, el espectáculo, el ritual, el drama más hermoso que pudiera imaginar… las acciones tristes y desgraciadas, mezcladas con un dolor intenso y excelso que – en ese entonces, no pude asimilar; pero que hoy ¡ni que decir tiene! – , fue el más maravilloso acontecimiento del que puedo atestiguar.
Manuel había tirado por sobre los maderos que servían para sujetar el techo de la habitación, cordeles de su carretela, y con ellos había amarrado a su mujer, levantándola en vilo, de forma que ella colgaba a varios centímetros de la cama… ofreciendo su maternidad al Hombre que ayudándola a pujar esperó momentos que parecieron eternos, hasta que apareció la cabeza del niño entre sus piernas abiertas, …
¡ Cuánta belleza y tragedia !… lo que pudo haberse hecho en un hospital, se creaba allí en la misérrima buhardilla con las reminiscencias de prácticas aborígenes, las ausencias de asistencia, ayuda o socorro social, el sentimiento de supervivencia y tantas otras manifestaciones que, cuando niño no pude aprehender, pero que en mis ahora años de duras vivencias puedo entender como el grito maravilloso de la vida
brotando con la espontaneidad del corcel ( el “Flaco” convertido en alazán magnífico, con sus fogosos escarceos en el piso de tierra amasada con sus orines ) al cual nunca había visto, ni logré admirarlo nunca más, como en ese instante supremo de su relincho tremendo respondiendo el primer vagido del niño…
¡Oh, cómo amo a toda mujer parturienta, cualquiera sea su laya de aventura humana que la lleva al instante supremo del alumbramiento !
Y cuánta satisfacción me dio Manuel, que jugó a ser Dios en ese acto de humanidad y me enseñó esa virilidad suprema al salir al remedo de zaguán de la vivienda sólo para voltear con sus manos en alto al niño, sin vestimentas, mostrándolo a la noche estrellada y de luna plena… y gritar: “mira … mira a quién es superior a ti …”
Entre risas y llantos, con las frases guturales de desafío a quién por más que quisiera sentirse en ese momento el Supremo, era empequeñecido por el acto humano más maravilloso que la vida puede dar …
Yo miraba estupefacto; sin saber cómo reaccionar, para no denotar mi presencia … miraba el cielo… miraba a Manuel y al niño, todavía con surcos de sangre y líquido en su pequeño cuerpo que no tiritaba … miraba de nuevo hacia al cielo… habían estrellas muy lejanas… pero con brillo fuerte… eché de menos a alguna, siquiera, que marcara las distancias y señalara el destino de esa casa, misérrima, con hembra y varón enaltecidos y ( sin contarme yo ) dos testigos cansados, muy flacos y desnutridos: el caballo y el perro…
Logré pasar inadvertido, y sin perder mi asombro, volví a mi jergón logrando, en poco rato, volver a dormir … y en mis sueños, una mezcla maravillosa de jamelgos, corceles briosos y soberbios y mi infaltable caballo de palo …,
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